Si algo me admira del ser humano, es su capacidad de reinvención. El renacer que han experimentado algunas de las personas de mi alrededor, me sirve de inspiración cuando creo que no hay salida para aquello que me atormenta.
Los altibajos forman parte del ciclo vital de todo el que habita este planeta. Todos pasamos por momentos álgidos, de máxima lucidez, en los cuales creemos que podemos comernos el mundo. Por contra, también pasamos momentos complicados, situaciones duras, que nos hacen replantearnos hasta nuestra mismísima existencia y sentido de vida. Y es en esos momentos, después de regodearnos un tiempo en el dolor, cuando por fin entendemos que debemos actuar.
No me gusta la gente que se queja constantemente. No me gustan las personas victimistas, las que siempre creen que son las perjudicadas de cualquier situación, sin tener ninguna responsabilidad en ella. Rehúyo de aquellos que no tienen un espíritu crítico consigo mismos, los que se niegan a plantearse cambios reales en sus vidas. Y con esto no quiero decir que no podamos ser víctimas reales de una injusticia en un momento dado. Pero ¿siempre?
Defiendo el cambio de patrón si el que tenemos no nos sirve para conseguir nuestro objetivo. Por todos es sabida la famosa frase de Einstein: locura es hacer lo mismo una y otra vez esperando obtener resultados diferentes.
Si lo que estamos haciendo no nos acerca a lo que queremos conseguir, cambiemos. Antes mencionaba la capacidad de reinvención de las personas. Ahora también habría que hacer mención al miedo. Esa emoción que nos protege y nos ayuda a la supervivencia, pero que mal gestionada, nos paraliza y nos impide pensar con claridad. El motivo por el que no hacemos las cosas de manera distinta cuando observamos que haciéndolas como acostumbramos no surten el efecto deseado, es el miedo. El miedo a lo desconocido, a lo nuevo, al fracaso, al qué dirán.
Lo que hemos hecho siempre es lo que conocemos, lo que nos da seguridad (aunque sea la seguridad de un fracaso casi profetizado). El ser humano es un ser de costumbres, de hábitos. Y los hábitos no son solamente rutinas como ducharse cada día o ir al gimnasio recurrentemente. Los hábitos se pueden aplicar a pensamientos, emociones, conductas; en definitiva, a todo. Y los hábitos se entrenan, voluntaria o involuntariamente. Entonces, si aceptamos la premisa de que todo lo que nos forma como persona se puede transformar por medio de un hábito nuevo, el cual podemos entrenar, ¿a qué estamos esperando para cambiar aquello que no funciona en nuestra vida? Lo cierto es que no hay excusa posible, porque depende exclusivamente de nosotros; depende de que tengamos la consciencia de cuáles son los hábitos causantes del resultado que queremos cambiar.
Ahora bien, de poco sirve incluir un nuevo hábito en nuestra vida si no desechamos el que estamos intentando substituir. Simplemente son incompatibles. No podemos implantar el hábito de lavarnos los dientes cada noche antes de irnos a dormir, y pretender mantener el hábito de no lavárnoslos antes de ir a dormir. De este modo, si hemos decidido que algo en nuestra vida debe cambiar, la transformación deberá ser radical. Y por supuesto, no es sencillo. Para construir lo nuevo, primero hay que deshacerse de lo viejo. Dicho de otra forma, tenemos que desaprender lo que tenemos instalado en nuestra base de datos cerebral.
Envidio la capacidad de adaptación que tienen los niños. Son verdaderos maestros en el arte del aprendizaje. Son esponjas que absorben lo que ven, y lo son porque su base de datos es reducida, simplemente no han tenido tanto tiempo como nosotros para almacenar información. Así que prueban, improvisan, juegan. No tienen nada que perder porque ese concepto no existe en su mentalidad.
Nosotros tenemos más trabajo que un niño, porque debemos desconfigurar lo que tenemos programado para implementar nuevos sistemas en nuestros cerebros. Y uno de los programas más poderosos que tenemos instalados, es el del miedo. Este es el primero que hay que desactivar, y la única forma de hacerlo es ocupar su espacio con otro programa que lo substituya. Para ello, debemos ser conscientes de qué es aquello que nos impide conseguir nuestros objetivos. Puede que sea una rutina, una reacción – conducta, una emoción. Sea lo que sea, lo podemos transformar en algo distinto, y, aunque ese “algo” nos aterre, debemos enfrentarnos a ese miedo, plantarle cara y probar.
No es más honrosa la persona que siempre hace las cosas (o piensa, o siente) de la misma manera por aquello de ser firme en un criterio. Es más honrosa aquella que admite que durante un tiempo hizo algo (o pensó, o sintió) de una determinada manera, pero al ver que no le funcionaba, decidió, sin miedo, probar algo distinto. Eso es lo que nos hace ser mejores, reinventarnos.
¡ Y que viva el cambio de opinión!